El ladrón de sonrisas

Mi hermano me ofreció el trabajo cuando, al terminar mis estudios, me pasé varios meses de asueto. Soy ladrón de sonrisas, me hubiera gustado más ser fabricante de pesadillas o inventor de insultos, pero al pertenecer a la clase media lo tuve complicado.
Tengo mi salario mínimo y un variable por productividad. Al comienzo era muy fácil, la gente era más feliz, me acercaba y les hablaba de males, de miedos o de preocupaciones y me quedaba con sus sonrisas. Hoy día es muy duro, hay jornadas que llego a la oficina con 2 ó 3 sonrisas. A veces hay intenciones, que se quedan en amagos, y existen personas que no arquean positivamente sus labios en semanas.
Me acaba de sonar el despertador, me toca cambiar de zona. Sustituyo a un compañero que se dio de baja ayer. Según me han indicado desde la central, le pudo el estrés. Me toca la zona de calle la Victoria, aparqué poco más arriba del hospital Pascual, bajaba calle Amargura y en la puerta del hospital, apoyado en la columna, fumaba un anciano barbicano con el pijama de paciente. Pasé por la iglesia y se hallaba vacía. Continué dirección al centro buscando alguna cantina con amigos, sólo encontré hombres desesperados arrojando sus años de vida en reflejos de aluminio. ¡Eureka! En la Merced un grupo de niños jugando al balón, ¡maldición!, cuando me acerco seguro de mi triunfo, dos policías locales los expulsan. La mañana se complica. Me acerco a la cola del Cervantes pensando en adeptos a la comedia y nada más lejos. Devolvían el importe de las entradas de un drama que no se estrenará finalmente. Estaba cansado de pasear y me detuve en un parque, era un día aciago. A los 2 minutos se sentó junto a mí un indigente, me comenzó a hablar de su vida. Alcohólico, abandonado por su mujer, despedido, apaleado… Me compadeció y me ofreció una colilla.
Yo sonreí.