El fantasma del metro

Era delgada y caminaba como un perro vagabundo, sus ojos eran del color del día del juicio final, el rabillo de pintura Maxfactor casi llegaba a las orejas. La conocí a las horas que duermen los benditos, a la sombra de un neón. Jugaba con los Buitres, como Blanca Nieves con los gorriones. Manejaba las entrañas de Madrix, como Neo en la segunda entrega.

Yo era el pardillo de provincias con efluvios de listillo, que mal vivía retirando copas y de comercial de fotocopiadoras, a comisión y negro. Mi vientre también era plano y me agachaba al pasar por según que puerta.

-Y hoy, aquí esta ella-

Los taxis parados de huelgas son inconscientes cupidos de segundas oportunidades. La línea 6 circular del metro que a veces es un bosque de barrotes anaranjados, hoy era una romería, trabajadores, ejecutivos, jubilados, madres, niños y… Ella.

La última vez que la observaba, dormía tumbada sobre las sábanas de su cama, sus piernas eran de vinilo, su melena ondulada cubría la espalda casi hasta su cintura de barbie. Yo preferí un trabajo serio y con proyección a su amor de noche.

Hoy, yo, nómada de relaciones huecas, vestido de romano, con corbata de seda, la observo de nuevo. Ella Tiene la cara lavada y viste elegante. Su cuerpo, ha ganado alguna curva más, que la añade atractivo. Las puntas de sus pelos acarician sus hombros. Lleva tacones. Sentada, mirando el lateral del vagón, como ausente. Nos separan 6 metros y 11 años.

-Debería acercarme y saludarla-

Me visualizaba haciendo de Spiderman, para plantarme a su lado en dos balanceos, y con la sorpresa, reconquistarla. Mientras tanto me zafaba de los ocupantes del vagón y casi codazo a codazo avanzaba lentamente y ansioso.

-¡Qué diablos!, tiene una hija-

Una niña de no menos de 9 años se levanta sonriente con su mochila de Frozen, atraviesa el ancho del vagón y se sienta en sus pierna, ella la abraza y le besa también sonriente. Me detengo. Spiderman a desaparecido de mi pensamiento. Mis zapatos pesan toneladas. Quisiera transparentar. Pero no puedo volver atrás. He descubierto que la echo de menos. Que mi deseo me impide girarme y volver a la esquina opuesta del vagón. Llegamos a Pacifico. Ella se levanta con la niña de la mano, pide permiso y se acerca a la puerta. La voz artificial señala la parada, es un grito de socorro de mi corazón. El director de Marketing y estrategia perdido y sin un plan. Las puertas se abren. Ella sale, la niña la adelanta, porque por un segundo, se detiene gira la cabeza y me mira. La niña mientras aprieta su mano le exclama: “Tita, vamos , que tiene que entrar la gente”. Ella, se vuelve hacia ella, mientras abandona el vagón: “Perdona, Elena, me pareció ver un fantasma”, la sonrió, y aceleró el paso, columpiando sus manos, convirtiendo aquel gris andén en un prado de flores entre las dos.

-¿Qué he hecho?-

“Piii, piii”, cierran las puertas, el metro arranca, amago con ir hacia la puerta, pero me doy por vencido, me siento como el ciervo que aparece en las señales de peligro de las autovías de Andalucía, claustrofóbico, inexistente, mantenido en un amago de salto para la eternidad, yo que pensaba que era libre. La gente me mira con cierta extrañeza, cuando advierten mi cara de fantasma, de recuerdo olvidado, de segundas oportunidades perdidas.

 

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