Carlos Haya

Pasos largos de pasillos pesados, lentos, asfixiados… con una pendiente que tiende al infinito, pero que solo te percatas cuando al final arrastras los pies. Y giras, y el pasillo cambia de inclinación para seguir siendo agotador.
En algún baño, detrás de estas puertas, el grito continuo y seco de un secador de mano rompe el silencio altivo de las seis de la madrugada.
-Daría mi otro riñón por un cigarro-
Ahora suenan las ambulancias, desde la ventana de las escaleras parecen juguetes de pilas, gobernadas por algún chiquillo invisible y gigantesco. El murmullo del dolor sube por el hueco de entre plantas. En la Uci no duermen. Un enjambre de familiares, conocidos, curiosos y guardines de las buenas costumbres, marcan la cadencia. Un llanto desesperado, solitario, rebelde interrumpe la melodía de suspiros, ayees y zumbidos labiales, aún así, esta sobrevive y vuelve, como las olas… suaves y espumosas… y bravas e ignorantes a media mañana.
-¿qué harán, que no los echan?-
Las primeras luces comienzan a recordarme de que ya falta poco. Vuelvo a mi habitación. En breve el desayuno. Mi compañero duerme ausente, frágil, amarillo como una cascara de plátano junto a un bidón de basura. Enciendo la televisión sin volumen de voz. Los teletipos huyen de sus negras madres, noticias de muerte, pobreza, y algún resultado de no sé qué.
Mañana, según esta ventana mágica e insensible, más de tres mil Nepalíes no verán otra luz del alba, y yo, y mi cuerpo, y mi voluntad, discutimos cada minuto cuando plantarnos.